Se divertían juntos. Entre ellos había química, complicidad. La vida se resumía en buenos ratos, risas, sexo, besos y caricias. Pero, como era de esperar, no estaban en el mismo punto.
Maldito punto que resume la vida a un viejo escorzo desgastado.
Como es bien sabido, en toda relación siempre hay uno que siente más. Nadie sabe por qué mierdas pasa eso, pero es así.
Ella no estaba preparada para tener nada serio. Sin embargo, él no podía dejar de mirarla por las noches, imaginando una vida a su lado. Ella, simplemente, dormía. Él soñaba con sus besos.
Ambos seguían las pautas que desembocaban en la solución de la misma ecuación que, sin palabras, habían acordado: nada de llamadas a media noche, nada de te quieros ni de palabras de amor llenas de melancolía. Él no las decía, ella no las esperaba.
Él sabía que aquello no duraría más de lo que dura un verano. Ella se lo había dicho desde el principio: simplemente no podía querer, no sabía hacerlo. Supo una vez, creo, pero se le olvidó rápido. Estaba cansada –decía- de promesas sin cumplir, de remordimientos por las noches, de besos que no valen nada. Ahora prefería vivir cada momento, no apegarse a nada ni nadie. Tan solo quería respirar y sentirse viva.