Felicidades

Ayer fue tu cumpleaños, uno más de entre tantos, el último antes de alcanzar las tres cifras.
Aunque esta vez fue algo diferente: No hubo celebración ni tarta ni regalos.
Tú no soplaste las velas y nadie desafinó cantando a todo pulmón esperando que pidieras un deseo.
De hecho, este cumpleaños se caracterizó por el silencio y la soledad que dejaste. Pero también por tu recuerdo infinito.
Cómo podría olvidar esos ojitos grises que siempre fueron mi debilidad, cómo podría dejar de recordar una parte de mí…
Son demasiados recuerdos, toda una vida de amor y de cariño para ser capaz de asumirlo en tan poco tiempo.
La vida que me quede en este mundo, seguirás cumpliendo años cada 25 de mayo porque te extrañaré cada día y te recordaré en todos los momentos.
Porque nos unen tantas cosas que es imposible separarnos y aun ahora seguimos tocándonos como el cielo con el mar. Porque somos una.
Sigo y seguiré cumpliendo aquella promesa.
Siempre.
T`estimo molt, molt molt…

Niña

Niña, deja que te abrace y bese tu vientre

en esta noche oscura.

Permite que seque tus lágrimas

antes de que tus ojos empañen el cielo gris.

Niña, vuelve a casa, que te estoy esperando.

Ten cuidado que el camino es de cal y espino.

Dame la mano, niña, que te ayudo a cruzar el río.

No te mojes los piececitos que el viento es frío.

Pero bajo el rumor de las hojas la niña corre sola, descalza y sin ropa.

Huye como loca de los gritos que la nombran.

Su piel es mármol y su alma está de luto.

En las nubes

Aquella antigua creencia que nos invita a pensar que en el cielo están todas las respuestas de esfuma ante mí como las decisiones del pasado. Me hubiese gustado caminar sobre las nubes para contemplar la vida desde otra perspectiva y encontrarme en otro tiempo, pero la realidad siempre ataca cuando menos te lo esperas.

En otra vida quizá me atreva a asumir la velocidad y a desprenderme de los miedos que me atan. No llevaré puesto el cinturón ni estaré pisando el freno. Seré libre para saber qué se siente cuando sueltas las riendas de lo incierto, vibraré con cada baile en medio de la pista y cantaré gritando todas las canciones. Se acabarán las dudas y los lugares que duelen. Dejaré de pensar en lo que sería y me daré cuenta de lo que está siendo.

El tiempo que se pierde, ya no se recupera

A falta de cuatro minutos sabes que va a ser el más triste de la historia porque ya no hay vuelta atrás, porque ya no queda nadie que valga la pena. El tiempo que se pierde ya no se recupera. Nunca más volverás a ser quien eres ahora porque el presente siempre pasa rápido, es una especie de relámpago que no espera a nadie pero lo ilumina todo y te ayuda a ver la soledad que te acompaña.

Tienes tan solo un banco en el que sentarte y temblar de frío, sin compañía, sin un abrazo, sin ganas de seguir, pero sigues respirando.

Sigues respirando aunque no quieras porque somos más fuertes de lo que creemos. Todavía te queda un consuelo: cuando ya no tienes nada que perder, el miedo desaparece.

Ya no me queda nada. Ya no tengo miedo.

Fragmentos

Me pregunto qué haces aquí, en mi taza del café, en mi tostada con mermelada, en mi restaurante favorito…

Dime por qué sigues en las paredes de cada habitación, en la letra de todas las canciones…

¿Por qué estás aquí si ya te has ido?

¿Por qué entraste si no querías quedarte?

Vuelves una y otra vez al lugar del crimen, como si buscaras encontrar a otro culpable aparte de ti mismo.

No sé por qué es tan complicado dejar que se vaya lo que ya se fue.

Sin respuestas

Salgo a caminar. La casa me ahoga. Ya no lo siento mi hogar.

Camino y me siento sola. Sola como siempre, intentando encajar en una sociedad que nunca me ha hecho hueco. Entre gente que mira pero no ve. Siento que nadie me ve. ¿Puede ser? ¿De verdad nadie se da cuenta de quién soy? ¿Nadie más ahí fuera encuentra mis miradas?

Sigo caminando, pongo Spotify en el móvil. Coloco los auriculares en mis orejas y me dejo llevar. No tengo rumbo pero sigo caminando porque no me atrevo a parar.

La vida me parece una noria que gira y gira, no cesa en su movimiento, no te espera. Y en ese ciclo circular se repiten siempre los momentos que nos empujan a cometer una y otra vez los mismos errores.

Si quieres pararla, debes saltar.

Yo quiero saltar, pero no me atrevo. ¿Quién se atreve a tirarse de una noria cuando está en el punto más alto?

Lo intento, lo intento… Pero no puedo.

Quarantine

Fue el jueves sobre las 17:00 cuando Martina se enteró de que el día siguiente, viernes, sería su último día trabajando personalmente hasta dentro de, al menos, dos semanas. A partir del lunes comenzaría el teletrabajo, la cuarentena, el confinamiento, el salir solo para lo estrictamente necesario.

El presidente español Pedro Sánchez decretó el viernes el estado de alarma: todo el mundo debería permanecer en sus casas, si se salía debía ser para comprar comida, medicamentos o actividades análogas. Sin embargo, la gente no pareció entenderlo muy bien al principio y siguió saliendo, moviéndose y, por lo tanto, propagando el virus. Así que poco a poco, las medidas se fueron haciendo más y más estrictas y más prolongadas en el tiempo.

En varios programas informativos se pidió calma entre los ciudadanos, pero lo cierto es que cundía el pánico, el papel higiénico desaparecía porque se comentaba que por uno que tosía se cagaban cien, en el Mercadona parecía que regalaban la comida y la gente enloquecía para coger cualquier tipo de alimento.

Entre tanto caos y tanto desconocimiento ante algo nuevo que prácticamente ningún ciudadano había vivido, parecía no haber lugar para el raciocinio o el sentido común. Como digo, las medidas se volvieron más estrictas y mucha gente no tuvo más remedio que quedarse en casa, echando de menos salir a la calle, aunque normalmente no lo hicieran demasiado o comenzaron a hacer deporte, aunque llevaran años sin ir al gimnasio.

Martina, sin embargo, decidió que iba a tomarse esta cuarentena como algo positivo. La gente siempre pedimos tiempo, tiempo para todas esas cosas a las que nos parece que nunca llegamos: tiempo para ordenar un armario, tiempo para aprender un idioma, tiempo para pasar con los hijos, tiempo para pensar en uno mismo, tiempo para tener tiempo, simplemente. Pero no, el ser humano parece convencido de que es él quien mata al tiempo; no obstante Martina sabía que eso no es así: nosotros no matamos el tiempo, el tiempo nos mata. Así que teletrabajó como nunca lo había hecho, dio lo mejor de sí desde su casa, un día con el pijama y un moño, otro día con los labios rojos y la camisa desabrochada. Se dio cuenta de que había estado tan inmersa en oras cosas como cuidar a los demás, hacer bien su trabajo, no decepcionar a nadie y no hacer lo que no se debe, que se había olvidado de sí misma. Sí, se había olvidado de sí misma, se había olvidado de escuchar su cuerpo, de sus dolores y de sus satisfacciones.

Llevamos un ritmo de vida rápido, es un tren que nunca para y nuestra felicidad parece sustentarse en no dejar de hacer cosas nunca, porque quien más hace, quien más viaja, quien nunca tiene tiempo libre, es el ganador a vistas de todos. Pero eso nos impide conectar con nosotros mismos y escuchar lo que nos pide el cuerpo y la mente. Martina lo había olvidado hasta ahora, ya no sabía muy bien qué quería o qué le gustaba, simplemente seguía al resto, como si lo que hace la mayoría fuese la mejor opción.

Martina se duchó, se tomó un café y con el pelo y su cuerpo todavía húmedos, se sentó en el suelo y decidió escucharse: sintió cómo el aire entraba en sus pulmones, cómo los hinchaba y cómo salía despacio por su boca, rozando sus labios. Cerró los ojos y buscó en sí misma aquel tercer ojo lleno de luz y lo proyectó a todas las personas que le importaban, sin olvidar a ninguna. Esta vez ni siquiera se olvidó de ella misma.

Abrió los ojos y tocó su vientre, esos veinte minutos de meditación le habían recordado que tenía un retraso de tres semanas. Su ritmo de vida se lo había impedido. Tal vez en otra situación, esto la hubiese asustado, pero ahora pensar que una vida nueva iba a llegar la hacía mas feliz que nunca.

 

 

Poema clavado

Sin quererlo, me he encontrado con algunos de sus poemas y me he preguntado hasta qué punto podía apropiarme ya de ellos y seguir sintiéndolos míos. Alguien que una vez creo que me amó, no dudó en decirme que eran para mí -o tal vez solo iban dirigidos a mí- pero nunca fueron míos. Cuando pasa el tiempo, se comienza a dudar, aparece esa manía tan nuestra, tan humana, que es la pertenencia, el querer saber si algo todavía es nuestro. ¿Es nuestro el pasado? ¿Son nuestros los recuerdos? Se considera acertado contestar que sí, pues al final cada uno los moldea a su antojo, a su forma de ver la vida, de cómo sufrió, de cómo lo sintió todo. En definitiva, lo hacemos nuestro aunque no nos pertenezca porque pocos recuerdos son solo nuestros, pues son la mayoría compartidos. Seguramente, hubo alguien más ahí que también lo recuerda, tal vez con otra banda sonora o tal vez sin ella, quizá no le dé ya ninguna importancia y entonces no insista en recordar ni en buscar razones ni culpas. ¿Es entonces cuando nos pertenece aquel recuerdo? Cuando el otro ya no quiere recordar… Cuando ya solo es nuestro y solo a nosotros nos importa cómo fue y qué ocurrió: si era verano o era invierno, si habíamos ido ese día a la peluquería o si habíamos aprobado el último examen de la carrera.

Así pues, los poemas tampoco pertenecerán solo a quien los escribió, a quien los recibió o a quien por alguna razón los encontró y ahora los lee.

Sus poemas no le pertenecerán por completo en el caso de que yo los siga recordando y, así, continuarán siendo algo compartido mientras yo los recuerde. O quizá ya sean solo míos y vivirán en alguna parte de mí, en algún pensamiento de madrugada cuando se repitan sin cesar aquellos versos.

Zona oeste

Empecé a pensar en él tan tarde que no comprendí por qué no había sucedido antes. Aquel año cambiaron muchas cosas en mi vida, ahora me resulta extraño pensar en cómo era todo entonces. Con respecto a los últimos meses, mi mente estaba tan ocupada tratando de encontrar un camino por el que seguir, que ya no me apetecía encontrar tiempo de mirar siquiera por la ventana; aunque resultó que al final encontré la necesidad de hacerlo. En cualquier caso, ninguno de los dos habíamos encontrado nada inusual para fijar la vista en el otro demasiado tiempo. Hasta que simplemente sucedió.

Ahora me cuesta imaginar un verano cualquiera saludándonos de forma inocente, intercambiando quizá un saludo con alguna pregunta y una breve sonrisa. Cómo podía ser que no supiésemos nada el uno del otro y que, tal vez, no sintiéramos ningún tipo de interés.

Las cosas empezaron a cambiar tan gradualmente que no me di ni cuenta. El otoño iba dejando caer las hojas de los árboles y nosotros íbamos adentrándonos en un bosque cada vez más espeso. Fue ahí donde comenzamos a caminar juntos, y poco a poco nos atrevimos a mirar fijamente lo que había en los ojos del otro. En ese momento, no supe muy bien qué era, pero hubo algo que me hizo pensar que podría quedarme mirándolo durante mucho tiempo.

Es complicado explicar qué fue lo que pasó, pero una ventana se abría y esta vez sí me apetecía observar todo lo que pasara por ella, en cualquier estación, en cualquier momento.