Quarantine

Fue el jueves sobre las 17:00 cuando Martina se enteró de que el día siguiente, viernes, sería su último día trabajando personalmente hasta dentro de, al menos, dos semanas. A partir del lunes comenzaría el teletrabajo, la cuarentena, el confinamiento, el salir solo para lo estrictamente necesario.

El presidente español Pedro Sánchez decretó el viernes el estado de alarma: todo el mundo debería permanecer en sus casas, si se salía debía ser para comprar comida, medicamentos o actividades análogas. Sin embargo, la gente no pareció entenderlo muy bien al principio y siguió saliendo, moviéndose y, por lo tanto, propagando el virus. Así que poco a poco, las medidas se fueron haciendo más y más estrictas y más prolongadas en el tiempo.

En varios programas informativos se pidió calma entre los ciudadanos, pero lo cierto es que cundía el pánico, el papel higiénico desaparecía porque se comentaba que por uno que tosía se cagaban cien, en el Mercadona parecía que regalaban la comida y la gente enloquecía para coger cualquier tipo de alimento.

Entre tanto caos y tanto desconocimiento ante algo nuevo que prácticamente ningún ciudadano había vivido, parecía no haber lugar para el raciocinio o el sentido común. Como digo, las medidas se volvieron más estrictas y mucha gente no tuvo más remedio que quedarse en casa, echando de menos salir a la calle, aunque normalmente no lo hicieran demasiado o comenzaron a hacer deporte, aunque llevaran años sin ir al gimnasio.

Martina, sin embargo, decidió que iba a tomarse esta cuarentena como algo positivo. La gente siempre pedimos tiempo, tiempo para todas esas cosas a las que nos parece que nunca llegamos: tiempo para ordenar un armario, tiempo para aprender un idioma, tiempo para pasar con los hijos, tiempo para pensar en uno mismo, tiempo para tener tiempo, simplemente. Pero no, el ser humano parece convencido de que es él quien mata al tiempo; no obstante Martina sabía que eso no es así: nosotros no matamos el tiempo, el tiempo nos mata. Así que teletrabajó como nunca lo había hecho, dio lo mejor de sí desde su casa, un día con el pijama y un moño, otro día con los labios rojos y la camisa desabrochada. Se dio cuenta de que había estado tan inmersa en oras cosas como cuidar a los demás, hacer bien su trabajo, no decepcionar a nadie y no hacer lo que no se debe, que se había olvidado de sí misma. Sí, se había olvidado de sí misma, se había olvidado de escuchar su cuerpo, de sus dolores y de sus satisfacciones.

Llevamos un ritmo de vida rápido, es un tren que nunca para y nuestra felicidad parece sustentarse en no dejar de hacer cosas nunca, porque quien más hace, quien más viaja, quien nunca tiene tiempo libre, es el ganador a vistas de todos. Pero eso nos impide conectar con nosotros mismos y escuchar lo que nos pide el cuerpo y la mente. Martina lo había olvidado hasta ahora, ya no sabía muy bien qué quería o qué le gustaba, simplemente seguía al resto, como si lo que hace la mayoría fuese la mejor opción.

Martina se duchó, se tomó un café y con el pelo y su cuerpo todavía húmedos, se sentó en el suelo y decidió escucharse: sintió cómo el aire entraba en sus pulmones, cómo los hinchaba y cómo salía despacio por su boca, rozando sus labios. Cerró los ojos y buscó en sí misma aquel tercer ojo lleno de luz y lo proyectó a todas las personas que le importaban, sin olvidar a ninguna. Esta vez ni siquiera se olvidó de ella misma.

Abrió los ojos y tocó su vientre, esos veinte minutos de meditación le habían recordado que tenía un retraso de tres semanas. Su ritmo de vida se lo había impedido. Tal vez en otra situación, esto la hubiese asustado, pero ahora pensar que una vida nueva iba a llegar la hacía mas feliz que nunca.